Opinión
The Guardian, 10 de septiembre
Anna Funder y Julia Powles
“Las empresas tecnológicas están robando nuestros libros, música y películas para la IAG: es un robo descarado y debemos detenerlo”
Los sistemas actuales de inteligencia artificial generativa a gran escala se basan en lo que parece ser una empresa criminal extraordinariamente descarada: la apropiación indiscriminada y no autorizada de todos los libros, obras artísticas e interpretaciones disponibles que puedan convertirse en digitales. En el esquema de daños globales causados por los “tech bros” (el debilitamiento de las democracias, la destrucción de la privacidad, la puerta abierta a las estafas y el abuso), robar el trabajo de toda una vida de un autor y arruinar su sustento es un pecadillo. Pero robar todos los libros, la música, las películas, las obras de teatro y el arte para utilizarlo como forraje para la IAG es un crimen monumental contra todos, como lectores, oyentes, pensadores, innovadores, creadores y ciudadanos de cualquier nación soberana.
«Las empresas tecnológicas operan como imperialistas, saqueando tierras extranjeras cuyos recursos pueden explotar. Descaradamente. Sin consentimiento. Sin atribución ni reconocimiento de autoría. Sin compensación. Estos recursos son producto de nuestras mentes y humanidad. Son nuestra cultura, nuestro acervo, los archivos de nuestro imaginario colectivo.
Si no nos negamos y resistimos, no solo nuestra cultura, sino también nuestra democracia, se verá irrevocablemente mermada. Australia perderá los maravillosos, asombrosos e iluminadores frutos de la creatividad humana que nos deleitan al explorar quiénes somos y qué podemos ser. Ya no nos conoceremos a nosotros mismos. El estado de derecho quedará reducido a cenizas. Una colonia, de hecho.
Las empresas tecnológicas han puesto en valor (otra vez) el lema «muévete rápido y rompe cosas», en este caso llevándose por delante las leyes y todo lo que conllevan. Para «entrenar» a la IAG, comenzaron «raspando» (scraping) internet en busca de textos disponibles públicamente, muchos de los cuales son basura. Muy pronto se dieron cuenta de que para obtener escritura, textos y pensamientos de alta calidad, tendrían que robar nuestros libros. Los libros, como cualquiera sabe, tienen autores y editores, son propiedad de alguien. Se escriben, a menudo durante años, se licencian a las editoriales para su producción, y las ganancias por ceder sus derechos que reciben los autores se denominan regalías. Nadie los escribirá si pueden ser robados inmediatamente.
La ley de propiedad intelectual tiene, legítimamente, sus críticos, pero las protecciones fundamentales que facilita han permitido el florecimiento de la creación y el negocio editorial, así como una amplia transmisión de ideas, libre pero no gratuita (“free but not for free”). La ley australiana establece que se puede citar una cantidad limitada de un libro, la cual debe atribuirse (de lo contrario, se considera plagio). No se puede coger un libro, copiarlo íntegramente y convertirse en su distribuidor. Eso es ilegal. Si alguien lo hiciera, el autor y la editorial lo demandarían.
Sin embargo, lo que está categóricamente prohibido para los humanos se está discutiendo seriamente como aceptable para el puñado de humanos que están detrás de las empresas de IAG y sus (todavía no rentables) herramientas.
En la medida en que les importa, las empresas tecnológicas intentan argumentar la eficiencia o la necesidad de este robo en lugar de tener que negociar el consentimiento, la atribución, el trato adecuado y una tarifa, como exigen los derechos de autor y los derechos morales. No es broma. Si estás montando un negocio, ya sea agrícola, minero, manufacturero o de inteligencia artificial, está claro que será más eficiente si simplemente puedes robar lo que necesitas: el terreno, los edificios que han construido otros, las ideas imperfectas que han sido perfeccionadas y nutridas con dedicación, las cuatro esquinas de un libro que se comió una década.
Bajo el subterfugio del progreso, la innovación y, más recientemente, la productividad, la defensa de la industria tecnológica se resume así: «Robamos porque podíamos, pero también porque teníamos que hacerlo». Esto es audaz y escandaloso, pero a esta altura no sorprende. Lo que sí sorprende es la credulidad y las contorsiones de la clase política australiana para considerar seriamente que se puede legitimar retrospectivamente este comportamiento flagrantemente ilegal.
La propuesta de la Comisión de Productividad para legalizar este robo se denomina TDM o «minería de textos y datos» o TDM. Difundida al inicio del debate sobre la IA por un pequeño grupo de lobistas tecnológicos, el secreto a voces sobre la minería de textos y datos es que incluso sus defensores la consideraban una apuesta arriesgada y no sería tomada en serio por los legisladores australianos.
Concebida principalmente como un mecanismo para apoyar la investigación basada en grandes volúmenes de información, la minería de textos y datos resulta totalmente inadecuada en el contexto de la apropiación ilícita de obras protegidas por derechos de propiedad intelectual para el desarrollo comercial de herramientas de IAG. Especialmente cuando pone en riesgo al 5,9 % de la fuerza laboral australiana en las industrias creativas y, hablando de productividad, la contribución nacional de 160.000 millones de dólares que generan. El efecto neto, si se adopta, sería que las empresas tecnológicas podrían seguir usurpando nuestra propiedad sin consentimiento ni pago, pero además sin la amenaza de acciones legales por infringir la ley.
Veamos a quién quiere la Comisión de Productividad darle esta enorme libertad.
Las primeras fortunas de las grandes tecnológicas se amasaron robando nuestra información personal, clic a clic. Ahora nuestros correos electrónicos pueden ser leídos, nuestras conversaciones espiadas, nuestro paradero y patrones de gasto rastreados, nuestra atención desestabilizada, nuestra dopamina manipulada, nuestros miedos magnificados, nuestros hijos perjudicados, nuestras esperanzas y sueños saqueados y monetizados.
Los valores de los gigantes tecnológicos no solo son antidemocráticos, sino también inhumanos. La empatía de Mark Zuckerberg se atrofió a medida que su algoritmo se expandía. Zuckerberg afirmó: «Una ardilla muriendo frente a tu casa puede ser más relevante para ti ahora mismo que la gente muriendo en África». Ahora aboga abiertamente por una cultura que celebra la agresión y por una mayor energía masculina en el lugar de trabajo. Eric Schmidt, exdirector de Google, declaró: «No necesitamos que escribas nada. Sabemos dónde estás. Sabemos dónde has estado. Podemos saber, más o menos, en qué estás pensando».
Los cobardes, aduladores, ladrones de datos ajenos y oligarcas irresponsables que vimos juntitos y alineados el día de la toma de posesión de Trump en Estados Unidos se han apropiado de nuestra información personal, que utilizan para obtener ganancias, poder y control. Han demostrado ampliamente que no se preocupan por el desarrollo humano ni por sus democracias.
Y ahora, para hacer su agosto por segunda vez en la historia reciente y ampliar todavía más sus fortunas con la IAG, este sector nos ha robado el trabajo.
Nuestro gobierno no debería legalizar este robo atroz. Sería el fin de la escritura creativa, del periodismo, de la no ficción y el ensayo, la música, la escritura cinematográfica y teatral en Australia. ¿Por qué trabajarías si tu trabajo puede ser robado, degradado, despojado de su vínculo contigo y puesto a disposición de todos instantánea y universalmente de forma gratuita? Será el fin de la industria editorial australiana, una industria de 2.000 millones de dólares. Y será el fin de que nos conozcamos a nosotros mismos a través de nuestras propias historias.
Los derechos de autor están en la mira de las empresas tecnológicas porque protegen plenamente a los creadores australianos y a nuestro motor nacional de producción cultural, innovación y emprendimiento. No deberíamos crear una regulación tecnológica específica para ceder todo ello a esta industria, local o internacional, de forma gratuita, sin ningún beneficio perceptible para la nación.
El problema para el gobierno es que gran parte del maltrato a los creadores australianos se produce fuera de Australia. Pero esto constituye una razón más para reforzar la protección de los derechos de autor en el país. No nos conformamos con la idea de que «lo que ocurre en el extranjero se queda en el extranjero» en ningún otro contexto, ya sea que hablemos de automóviles, productos farmacéuticos o esclavitud moderna. Tampoco deberíamos aceptarlo cuando se trata de derechos de autor.
Durante el último cuarto de siglo, las empresas tecnológicas han perfeccionado el arte del excepcionalismo legal “win-win” para ganar siempre. La minería de textos y datos es beneficiosa si se convierte en ley, pero también es beneficiosa si no se convierte en ley, porque el propio debate ha desviado la atención de forma muy eficaz, ha reducido las expectativas, ha agotado a los creadores, ha agotado a sus representantes que ya contaban con escasos recursos y, sobre todo, ha retrasado la aplicación de los derechos de autor en un caso de abuso flagrante.
Entonces, ¿qué debería hacer el gobierno? Debería diseñar estrategias, no rendirse. Debería insistir en que cualquier producto de IAG disponible para los consumidores australianos demuestre su conformidad con nuestro régimen de derechos de autor y derechos morales. Debería exigir la eliminación de las obras robadas de las ofertas de IAG. Y debería exigir la negociación de un consentimiento y un pago adecuados —no simbólicos ni parciales— a los creadores. Esta es una batalla por la mente y el alma de nuestra nación: imaginemos y creemos un futuro que valga la pena».
Anna Funder es autora de Stasiland, All That I Am y Wifedom: Mrs Orwell’s Invisible Life.
Julia Powles es profesora de derecho, directora ejecutiva del Instituto de Tecnología, Derecho y Política de la Universidad de California en Los Ángeles, y exeditora e investigadora política de The Guardian.
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