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Opinión

Carlos Garriga

¿Cuál es el plazo de protección óptimo para los derechos de autor?

¿Los derechos de autor deberían ser perpetuos y las obras (junto al beneficio económico que produzcan) legadas como cualquier otro bien material? ¿Debería tenderse, por razones de eficiencia económica, a la completa y total abolición de los derechos de propiedad intelectual e industrial? ¿Es el sistema actual, equilibrado entre esos dos extremos, la mejor solución tanto para los creadores como para la sociedad? Un debate que la evolución tecnológica mantiene más abierto que nunca y al que en los últimos años varios autores, juristas y economistas han hecho interesantes aportaciones.

13 de septiembre de 2012

Los plazos de protección de los derechos de autor han sufrido numerosas modificaciones desde su introducción en la legislación de cada país. En la Unión Europea, la Directiva 93/98 de 1993 estableció para los estados miembros un periodo que abarca la vida del autor más de 70 años después de su  fallecimiento. Cinco años después se aprobó en Estados Unidos la Copyright Term Extension Act, que estableció ese mismo periodo de protección (1).

Según el catedrático de Derecho civil Rodrigo Bercovitz Rodríguez-Cano, la duración limitada del derecho de autor permite el equilibrio entre el interés que la sociedad tiene en promover la creación intelectual y el derecho del autor a explotar su obra durante un periodo de tiempo: el autor enriquecerá el acervo cultural de la sociedad «dando a conocer la obra (para su explotación) primero y permitiendo posteriormente que pase a ser utilizada libremente por la sociedad (dominio público), una vez extinguida la duración del derecho» (2).

Esta duración temporal es defendida por la mayoría de especialistas: “Los derechos de autor y las patentes presentan una restricción de acceso respecto de lo que sería el óptimo social y por tanto son socialmente costosos. Se justifican por el incentivo a crear o inventar. Pero una vez pasados unos años, incluso con tasas de descuento modestas, el efecto incentivo de los ingresos futuros, pero lejanos, derivados del mantenimiento de los derechos de autor o de las patentes, dejan de tener efecto de incentivo relevante. Por ello, en ese momento (muy anterior al actual plazo de vida del autor más setenta años) el derecho debiera pasar a dominio público”, opina el también catedrático de Derecho civil Fernando Gómez Pomar.

Algunos autores piden derechos de autor perpetuos
Muchos autores no están de acuerdo con el sistema actual, pero por otras razones. En España, Javier Marías escribió hace ya trece años uno de los artículos más conocidos en defensa de unos derechos de autor perpetuos: “[Los escritores y los músicos] Son los únicos impedidos de legar indefinidamente a sus descendientes el resultado o producto de sus esfuerzos. […] En realidad las tierras del terrateniente y el dinero del banquero, el local del panadero y los objetos del coleccionista son menos suyos de lo que son del poeta sus versos o del compositor sus sinfonías, porque, por así decir, aquéllos no alumbraron sus propiedades, o éstas no dependieron de ellos para su existencia” (3).

También el escritor estadounidense Mark Helprin ha defendido la perpetuidad de los derechos de autor. Helprin publicó un artículo el 20 de mayo de 2007 en The New York Times preguntándose por qué la protección de una obra no había de durar tanto como la obra misma. En apenas diez días, en la versión online del artículo se recibieron más de 750.000 comentarios, la inmensa mayoría atacando el artículo y una buena parte de ellos insultándole. Helprin, como respuesta, comenzó a escribir el libro “Digital Barbarism: A Writer’s Manifesto”, que publicó en 2009. Según algunas reseñas, esa obra contiene algunos errores técnicos elementales, y varios pasajes autobiográficos lo alejan del asunto central durante demasiadas páginas, pero a pesar de ello la opinión generalizada es que Helprin apoya en argumentos sólidos la tesis principal de extender los plazos del copyright.

En España, donde se aplica la normativa comunitaria, los derechos de explotación de una obra corresponden al autor durante toda su vida y a sus herederos durante 70 años después de su muerte o declaración de fallecimiento (a contar desde el 1 de enero del año posterior al de la defunción, según los artículos 26 y 30 de la actual LPI, que data de 1987). Aunque si el autor murió antes de la entrada en vigor de la LPI de 1987, el plazo de protección es de 80 años, tal y como establecía la LPI de 1879. La introducción de un plazo concreto de protección de la obra literaria o artística se remonta al reinado de Carlos III, “quien decretó el carácter vitalicio de los derechos de autor y la potestad de éste de traspasar tales derechos a sus herederos” (4). Desde entonces, el periodo en que un creador tendrá protegida su obra lo han determinado básicamente dos grandes leyes de propiedad intelectual durante los últimos 150 años, la de 1879 y la de 1987. Puede parecer poca actividad legislativa pero hay que tener en cuenta que, a pesar del interés que despierta hoy este asunto, tradicionalmente el Derecho de la propiedad intelectual e industrial, tanto en España como en otros países, ha preocupado solo a unos pocos especialistas, mayoritariamente juristas.

Los economistas no tienen todas las soluciones
Sin embargo, durante los últimos años, el cada vez mayor peso social y económico de las llamadas “industrias del conocimiento” en todo el mundo, en las que los derechos de autor tienen un papel esencial (y que en España representan casi el 5% del PIB), ha despertado el interés de un mayor número de profesionales del Derecho y también de numerosos economistas. De hecho, muchos de los actuales planteamientos, algunos radicalmente enfrentados, respecto al plazo óptimo de duración de los derechos de autor (desde quienes piden que tengan una duración ilimitada hasta quienes recomiendan su completa y total abolición (5), pasando por quienes defienden mantener los plazos vigentes hoy en Europa y Estados Unidos) coinciden en otorgar un peso específico en su argumentación a las razones de eficiencia económica.

Estas razones, en cualquier caso, no son palabra divina: conviene recordar que George Priest, catedrático de la Yale Law School, afirmó en 1986: “La incapacidad de los economistas para resolver la cuestión de si la actividad incitada por una patente u otras formas de protección de la propiedad intelectual aumenta o disminuye el bienestar social implica, desafortunadamente, que los economistas pueden decir a los juristas muy poco sobre cómo aplicar o interpretar el derecho de la propiedad intelectual. En consecuencia, la influencia del economista en el derecho de la propiedad intelectual será limitada. El jurista debe buscar otros recursos que le sirvan de guía” (6).

En cualquier caso, cuando el abogado y creador del proyecto Creative Commons Lawrence Lessig criticó el libro de Helprin, buena parte de sus argumentos se basaron en consideraciones económicas. Lessig, entre otras cuestiones, reprochó a Helprin comparar la propiedad de un bien inmueble con la propiedad intelectual, entre otras razones porque los bienes inmuebles están gravados fiscalmente y los bienes con derechos de autor no (al contrario: generan riqueza al autor). También le recordaba que si no funciona bien el registro de la propiedad se puede perder una casa, y no es así con los derechos de autor, del mismo modo que si no se siguen unos protocolos con una cuenta bancaria se puede perder su contenido, algo que tampoco sucede con la propiedad intelectual.

En la crítica de Lessig, aunque aborda muchos otros aspectos, encontramos dos ideas aparentemente contradictorias que ciertamente comparten una mayoría de economistas: por un lado, que los recursos valiosos, incluidas las obras protegidas, deben ser objeto de propiedad para crear los incentivos adecuados para su explotación eficiente, evitando con ello la sobreexplotación; por otro, que el plazo de protección de los derechos de autor debe ser limitado (porque con el tiempo aumentan los costes de localización, los costes de transacción, etc.).

¿Derechos de autor renovables indefinidamente?
Sin embargo, uno de los mayores especialistas en el análisis económico de los derechos de propiedad intelectual e industrial, Richard A. Posner, introdujo interesantes matices a los motivos que habitualmente se utilizan para justificar la duración limitada de los derechos de autor: “El argumento para limitar el plazo de protección de los derechos de autor basado en los costes de localización es superficial […] Es cierto que los costes de localización en que incurriría cualquier editor que deseara publicar una nueva traducción de la Ilíada serían formidables en el supuesto de que los herederos de Homero pudieran reclamar sus derechos de autor sobre la obra. Pero ello se debe a que se desconoce su identidad. Igual de elevados serían los costes de determinar la identidad del propietario de un terreno en caso de no estar inscrito en un registro público. De este modo, no son los derechos de propiedad perpetuos, sino la ausencia de registro, lo que genera costes de localización elevadísimos”, detalló en el libro que coescribió con William M. Landes abordando esta cuestión (7).

Según Posner, si se instaurase un sistema de derechos de autor renovables indefinidamente, “dentro de cien o incluso mil años la identificación de los titulares no plantearía dificultades en caso de que la ley exigiera a los propios titulares que cada diez o veinticinco años volvieran a inscribir sus derechos en un registro central y que notificaran las sucesivas transmisiones”. Esta es solo la primera afirmación tradicionalmente aceptada que la innovadora propuesta de la obra de Posner y Landes cuestiona. En esencia, los autores proponen la creación de un sistema de derechos de autor renovables de forma indefinida, basado en el pago de unas tasas al Estado (del mismo modo que sucede con las marcas) y reforzado por la eficacia de un registro (similar al que ya creó la LPI española de 1879).

Así, aunque los autores admiten que derechos de autor renovables de forma indefinida pueden convertirse en derechos de autor perpetuos (lo que, como la mayoría de sus colegas, creen inconveniente), consideran que esto solo ocurriría en un número muy reducido de casos: “Menos del once por ciento de las inscripciones registrales de derechos de autor que tuvieron lugar entre 1883 y 1964 fueron renovadas al finalizar el plazo de veinticinco años, pese a que el coste de la renovación era escaso”, recuerdan). Y, lo que es más importante, no resultaría perjudicial, sino todo lo contrario, para el mantenimiento y crecimiento del dominio público: “Aunque los titulares tuvieran la facultad de renovar indefinidamente los derechos de autor, el dominio público continuaría siendo un depósito formidable de “propiedad” intelectual (legalmente, bienes vacantes) disponible para los consumidores y una fuente de inputs gratuitos para la creación de nuevos bienes intelectuales” (8).

Cuando se aprobó la Copyright Term Extension Act,, varios catedráticos de derecho estadounidenses firmaron una carta en la que decían que no existe “sobreexplotación” de los bienes intelectuales porque estos no se destruyen con el consumo, ni siquiera disminuyen, y que por tanto no tiene sentido el reconocimiento de derechos de propiedad perpetuos. En su libro, Posner y Landes desarrollan una idea que desmiente en parte tal afirmación: “Otorgar al titular de los derechos de autor sobre la obra original un monopolio sobre las obras derivadas tiene por finalidad que la obra protegida se explote de forma más eficiente, pero también que se haga en el momento más oportuno –evitar la “congestión” que se produciría si una vez que la obra se publicara cualquiera pudiera hacer traducciones, resúmenes, farsas, segundas partes, versiones en medios alternativos al original, como la película de un libro, u otras variantes y venderlas sin autorización del titular. En tal caso, el mercado se saturaría prematuramente, la confusión de los consumidores sería considerable (por ejemplo, acerca del origen de las obras derivadas) y la demanda de la obra original se reduciría a resultas de la escasa calidad de algunas de las obras derivadas”. Este trabajo nos recuerda que “el dominio público no opera como un proveedor fijo de obras que mengua ante cualquier incremento del nivel de protección del derecho de autor”, sino que “su tamaño depende positivamente del alcance de la protección”. Según esta teoría, permitir renovaciones ilimitadas podría incrementar el número de obras integrantes del dominio público, dependiendo de la duración del plazo inicial y de las cuotas. El enriquecimiento del debate es indiscutible, aunque naturalmente la controversia es inevitable: para empezar, no está de acuerdo con el planteamiento de Posner el prestigioso abogado Mark Lemley, estrella en la Stanford Law School y ciertamente uno de los profesores de propiedad intelectual más reputados del mundo en este momento.

¿O proteger menos tiempo con mayor eficacia?
Así, una de las principales conclusiones del la obra de Posner y Landes sería que un sistema de plazos más cortos de protección pero más rigurosos en su aplicación podría redundar en un beneficio social y un beneficio para los autores al mismo tiempo. Sin embargo, la tendencia legislativa europea va en dirección opuesta y es probable que cualquier modificación consista en aumentar los plazos de protección. Por ejemplo: recientemente, la Unión Europea ha aumentado el tiempo de protección de los derechos que tienen los intérpretes o ejecutantes musicales y productores fonográficos sobre sus grabaciones, que ha pasado de 50 a 70 años.

La medida, que parece a priori claramente beneficiosa para estos artistas, podría por el contrario resultar, en la práctica, perjudicial para sus intereses. Al margen de que algunos estados miembros se opusieron a ella con argumentos sólidos, la extensión del periodo de protección (en un mundo digital en el que el control de la difusión de las obras es cada vez más difícil) podría provocar una cierta “relajación” en la defensa de la propiedad intelectual (tanto por parte de las autoridades como por parte de los creadores). Diríase que Europa satisface a sus creadores ampliando los plazos de protección, aunque ello no redunde en una mejora comprobable de la misma, y como consecuencia, de forma más o menos consciente, los creadores suavizan sus exigencias respecto a una protección de sus obras que Europa es incapaz de garantizar. Aunque este extremo no deja de ser una conjetura, Rafael Sánchez Aristi, profesor titular de Derecho Civil en la Universidad Rey Juan Carlos, comparte la idea: “Un sistema de derechos de autor que proteja las obras durante plazos más cortos pero con medidas mucho más eficaces (que reducido dicho plazo de protección podrían introducirse con mayor aceptación social) podría ser más eficiente que el actual en lo económico y al tiempo más beneficioso en lo social”.

 

Carlos Garriga es periodista. Director de la consultora de comunicación GGCOM.

 

NOTAS

(1) Entre otras razones, según reconoció el Tribunal Supremo de Estados Unidos en sus conclusiones del caso Eldred vs Ashcroft, para tratar de asegurar que los autores estadounidenses recibirían en Europa la misma protección que sus homólogos europeos: ver «Eldred V. Ashcroft» en Law.cornell.edu. Retrieved 2010-11-22.

(2) Comentarios a la Ley de Propiedad Intelectual (coord. R. Bercovitz Rodríguez-Cano), 3ª ed., Tecnos, Madrid, 2007, pág. 567.

(3) “Y sin embargo se permitirá a terrateniente, banquero, panadero y coleccionista ir legando sin límite aquello de lo que sólo fueron dueños, y erigir un patrimonio familiar. Al escritor, al músico, al que además de dueño es autor de sus bienes, se le impone un férreo límite en cambio: sus herederos disfrutarán de los dividendos que proporcione su obra hasta la segunda generación tan sólo. Después, esa obra será del dominio público, lo cual significa que podrán seguir sacándole beneficios los editores, las casas discográficas, los distribuidores, los libreros, los vendedores de discos, las salas de conciertos, las radios, las televisiones, los intérpretes musicales, los adaptadores teatrales y cinematográficos, los encargados de ediciones, los traductores… En suma, todo el que reproduzca o se ocupe de esa obra que no costará nada, todos menos los descendientes del creador, de biznietos para abajo. Paradójicamente, los biznietos y tataranietos del editor, del librero, del distribuidor y del vendediscos seguirán siendo dueños y titulares de lo que amasaron sus antepasados. Se supone que todos sabemos más o menos -se supone- el porqué de estas excepciones. Las «obras de arte», sobre todo al cabo de esos setenta u ochenta años, se consideran «de todos», o «patrimonio cultural», o aun «de la humanidad», o «legado universal», o «acervo histórico», o cuantas cursis y ahuecadas expresiones quieran hallarse. Sea como sea, es lo que nos lleva a todos a estar de acuerdo en lo siguiente: sería intolerable, sería injusto que para leer a Shakespeare o a Cervantes, escuchar a Mozart o a Beethoven, dependiéramos de la codicia, la arbitrariedad, el capricho o la misantropía de unos remotísimos descendientes suyos, sin cuya autorización y visto bueno no pudieran esos autores ser editados ni representados ni interpretados, leídos ni oídos. ¿Se imaginan que un tataranieto de alguno de ellos nos impidiera -en su derecho- volver a echarnos el Quijote a los ojos o el Don Giovanni a los oídos? De modo que es eso lo que justifica y explica la expropiación, el atropello póstumo a los artistas: lo que hacen es tan maravilloso -cuando lo es- que no puede ser sólo suyo y de sus descendientes. Como sus creaciones son «de interés cultural» o incluso «nacional», no deben pertenecer a nadie. En verdad se trata de una incongruente maldición: los artistas son tan admirables que se castiga a su linaje”. (Javier Marías, “A mi padre, el primer escritor que vi”; El País, 23 de abril de 1999).

(4) Así decía el título octavo de la ley 25 de la Novísima Recopilación: «He venido en decretar que los privilegios concedidos a los autores no se extingan por su muerte, sino que pasen a sus herederos, como no sean comunidades o manos muertas, y que a estos herederos, se les continúe el privilegio mientras lo soliciten, por la atención que merecen aquellos literatos, que después de haber ilustrado su patria no dejan más patrimonio a sus familias que el honrado caudal de sus propias obras y el estímulo de imitar su buen ejemplo» . Raquel Sánchez García, La propiedad intelectual en la España contemporánea, 1874-1936 , Hispania, LXII/3, num. 212 (2002 ), página 1.000.

(5) David Levine y Michele Boldrin ofrecen en su página web un libro, Against the Intellectual Monopoly, en el que abogan, por razones de eficiencia económica, por una completa y total abolición de los derechos de propiedad intelectual e industrial, salvo el de marca y otros de carácter identificativo de bienes y servicios.

(6) “In the current state of knowledge, economists know almost nothing about the effect on social welfare of the patent system or of other systems of intellectual property.” George L. Priest, What Economists Can Tell Lawyers About Intellectual Property: Comment on Cheung, 8 RES. IN L. & ECON. 19, 19 (1986). Id. at 21.

Priest también afirmó: “An economist can tell a lawyer whether a particular rule will lead to more or less inventive activity, but this analysis does not provide a basis for a conclusion by the lawyer as to whether the new level of inventive activity at the new level of costs enhances or diminishes social welfare. . . . In the economics profession, not to mention the public, there is much less consensus about the welfare implications of inventive activity than there is about the welfare implications of criminal activity or pollution”.

(7) La estructura económica del derecho de propiedad intelectual e industrial – Obras editadas por la Fundación Cultural del Notariado; Landes, William M., y Posner, Richard A., 2006.

(8) Ibíd.

4 comentarios

  1. viernes, 14 de septiembre de 2012 | 17:26Alfonso

    Pues a mi me parece una aberración que un coleccionista, para poder poner en SU web una foto hecha por ÉL con SU cámara a SU casa un grabado SUYO pintado por… Dalí (p.e.) tenga que pagar CADA AÑO a CEDRO para que los herederos cobren por ello. Va en contra de toda cualquier lógica comercial: es su cuadro, su foto y su web. Ya ha pagado por todo ello.

  2. lunes, 24 de septiembre de 2012 | 18:31Marc

    Alfonso: Creo que tienes una confusión extremadamente profunda sobre lo que compra exactamente alguien que compra un grabado de Dalí. ¿Crees que compra el derecho a reproducirlo? Pues eso es lo que hace al hacer una foto de «su» grabado y colgarla en una web.

    Solo compra la obra en su soporte y los derechos que le cede el autor, y me temo que lo normal es que el derecho de reproduccion no se ceda con el grabado, o cualquiera haría negocios con obras ajenas.

    De todos modos, si no quieres pagar a CEDRO (que por cierto, no se que pinta en tu comentario: que yo sepa representa a editores y autores literarios, el que te cobraria en el caso que citas es VEGAP) lo tienes fácil: Habla con Dalí (o sus herederos) y compra una licencia para reproducir la obra.

  3. sábado, 3 de febrero de 2018 | 13:30AngelHQ

    Me encanta este artículo, es muy bueno.

    Me ha ayudado a formarme una opinión sobre cómo deben hacerse los plazos en protección de la propiedad intelectual: por categorías, como tipo de obra y propiedad intelectual, y quizás por sub-categorías, como por cantidad de inversión realizada para la creación de la PI. Así, dentro de esas categorías, se definirían plazos de renovación y la cuantía de las tasas.

    Asumiendo que la idea no es muy buena, quiero decir que lo importante es tener en cuenta la naturaleza de este tipo de bienes y las consecuencias de su regularización, poniendo como objetivo el tener un modelo sostenible, el bienestar social, y el bienestar individual de las personas (¿físicas y jurídicas?) involucradas directamente.

    Qué buen discurso político me ha salido, me tendría que presentar a concejal o algo xD

  4. viernes, 23 de octubre de 2020 | 09:03Pedro

    Marc, creo que no tienes razon en tu respuesta a Alfonso.
    El coleccionista fotografia SU casa, y por extension, un grabado de Dali legalmente adquirido que tiene colgado en la pared. Siempre y cuando no le repercuta lucrativamente (no gane nada con ello) la ley le permite hacerlo.

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